jueves, septiembre 19, 2013

¿En política la estatura importa?



La pregunta viene a colación por la siguiente razón. El pasado domingo 15 de septiembre se conmemoró el 203 aniversario del Grito de Independencia de México. Como cada año, el presidente de la República acude a Palacio Nacional a celebrarlo. Parte del protocolo de celebración contempla dos escenas: una, cuando el presidente recibe la bandera nacional de manos de cadetes del Colegio Militar; dos, el “Grito” propiamente dicho, es decir, la alocución del presidente en la que enlista a los “héroes que nos dieron Patria” y la arenga en la que exclama “Viva México”.

Como cada año, en mi casa nos reunimos para celebrar el Grito de Independencia en familia. Padres, hermanos y sobrinos cenamos comida típica mexicana (pozole, tostadas, tacos). Y vemos la ceremonia del “Grito” a cargo del presidente de la República. En esta ocasión me llamó la atención que varios de los integrantes de mi familia hicieran comentarios en relación con la estatura del jefe del Ejecutivo cuando recibía la bandera de la escolta del Colegio Militar. Todos coincidían en señalar la baja estatura de Enrique Peña Nieto. Lo que me llamaba la atención es que mis familiares señalaban esa característica del presidente como un defecto, incluso como un rasgo de debilidad o de poder acotado, es decir, como si la estatura fuera directamente proporcional a capacidad de ejercicio de poder: entre más alto más poderoso, mientras más “chaparro” más débil.



Desconozco si por motu proprio o por recomendación de sus asesores, el presidente Peña, de acuerdo con el periodista Alberto Tavira, “modifica su estatura (1.72) con unas plantillas especiales que se añaden por dentro a los zapatos para aumentarle unos centímetros”. La estatura promedio del hombre mexicano es de 1.64 metros. Y es que, como documenta Luis Arroyo en su extraordinario libro El poder político en escena, “hay una base biológica en esa prosaica vanidad humana (similar a la de otros muchos animales) de querer aparentar ser más alto…(a través) de banquetas, tarimas o alzas en los zapatos”.

En noviembre de 2007, Zach Kanin, autor de The Short Book, publicó un artículo en The Huffington Post, titulado: Does Height Matter in Politics?, donde refiere que desde la irrupción de la televisión en las campañas presidenciales estadounidenses (1960) y hasta el año 2008, únicamente tres candidatos más bajos de estatura que sus oponentes lograron ganar (Richard Nixon frente a McGovern; Jimmy Carter frente a Gerarld Ford; y, George Bush Jr. Frente a Gore y Kerry). Los otros ocho, desde John F. Kennedy hasta Barack Obama, que resultaron victoriosos, eran más altos que sus adversarios.

Retomando a Arroyo:

“Los grandes suelen ser más poderosos en el reino animal, y también en nuestra especie: los líderes nacionales suelen tener una estatura superior a la media de sus súbditos, y hay una cierta relación entre la altura física y la victoria electoral. La talla media de los presidentes de Estados Unidos es casi cinco centímetros superior a la media de la población adulta masculina…motivo por el cual, cuando hay debates electorales, los candidatos bajos quieren debatir sentados, y los altos, de pie”. O utilizando un banco para aparentar más altura y equilibrar, momentáneamente, su estatura con la del oponente.

En la elección presidencial del año 2000 en México, Vicente Fox utilizó como una de sus armas de contraste la menor talla de su principal contrincante, el priísta Francisco Labastida, quien incluso se quejó frente a las cámaras de televisión durante el primer debate porque el panista le llamó: “chaparro…mariquita…'la vestida'…mandilón”. En otro orden de palabras, la estatura también sirve de ventaja comparativa frente al oponente.


En los meses previos a las elecciones presidenciales de 2012, para ser más exactos en junio de 2011, el entonces aspirante a la candidatura del Partido Acción Nacional a la presidencia de la República y a la sazón secretario de Educación Pública, Alonso Lujambio (q.d.e.p.), lanzó una campaña de posicionamiento y contraste con el puntero en las encuestas, el todavía gobernador del Estado de México, Enrique Peña Nieto. El elemento de contraste era, precisamente, la estatura. Aún más, el contraste estaba acompañado de una frase que en realidad era un juego de palabras que se presta al doble sentido: “El tamaña sí importa”, que aludía claramente a la diferencia de estaturas entre el funcionario federal y gobernador mexiquense. La campaña atrajo el interés de los medios de comunicación, se generaron debates entre periodistas, pero de poco sirvió a Lujambio para fortalecer su posicionamiento.



En suma, parafraseando al finado Alonso Lujambio, podemos decir que en política la estatura sí importa. Aunque pareciera una condición necesaria pero no suficiente ya que un político puede ser el candidato de menor estatura y ganar o ser un gobernante alto pero ineficaz. Ejemplos de ambos casos sobran. 

jueves, febrero 28, 2013

Curso de especialización en comunicación política




Esta semana, del 26 de febrero al 1 de marzo, se llevó a cabo el Curso de especialización en comunicación política en la sede del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca, organizado de manera conjunta entre esta institución y la Asociación de Intercambio Cultural de Uruguay.

En el curso, consultores de Europa y América Latina ofrecieron conferencias y talleres sobre comunicación política. Por ejemplo, la doctora Flavia Freidenberg, directora precisamente del Instituto Iberoamérica, habló de “Elecciones, campañas electorales y comunicación persuasiva”; Miguel de Luca, integrante de la Sociedad Argentina de Análisis Político, abordó el tema de “Las reglas del juego: los sistemas electorales y sus incentivos”; Gabriel Colomé, profesor del Instituto de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Autónoma de Barcelona, ahondó sobre “Estrategias electorales”.  El programa completo está disponible aquí.

Los organizadores tuvieron a bien subir al sitio web del Instituto una valiosa serie de documentos de apoyo generados por los expositores del curso. Si bien no son las presentaciones de sus exposiciones, sí son libros, artículos o ensayos igualmente valiosos. Vale la pena destacar, por ejemplo:

  1. El príncipe mediático, de Gabriel Colomé. Un excelente texto que abreva de Maquiavelo, por supuesto, y que describe el nuevo escenario político en el que convergen los actores políticos, los medios de comunicación y la opinión pública. El ensayo es resultado de una estancia de tres semanas del autor en Estados Unidos para seguir las elecciones primarias de los partidos republicano y demócrata en el ya lejano año 2000.
  2. El príncipe en campaña, de Gabriel Colomé. Un ensayo sobre las elecciones en Cataluña, las generales de España y las presidenciales de Estados Unidos en las que se reeligió George W. Bush, todas celebradas en distintos meses de 2004. 
  3.  La influencia del conocimiento político en las decisiones del voto, de Martha Fraile. Un artículo académico interesante que “discute y compara dos lógicas explicativas del comportamiento electoral: el voto por resultados y el voto ideológico".


Hay más documentos disponibles en este enlace.

En la cuenta de Facebook del Insituto Iberoamérica se pueden ver fotografías de los conferenciantes y rescatar algunas frases de cada una de sus ponencias o talleres.

jueves, enero 31, 2013

Campañas negativas en México

Las campañas negativas tienen corta data en México. Aunque fueron usadas profusamente desde los noventa así como en la campaña presidencial de 2000, la imagen más fresca que tenemos los mexicanos de una campaña negativa es la de 2006 cuando Felipe Calderón tildó a Andrés Manuel López Obrador de “un peligro para México”.

La literatura sobre el tema es vasta. Sin embargo, hay al menos tres textos emblemáticos para entender los efectos que tiene este tipo de campañas en el electorado. El primero es un libro considerado clásico sobre las campañas negativas: Going Negative, de Stephen Ansolabehere y Shanto Iyengar (The Free Press, 1997). Los autores muestran suficiente evidencia empírica para aseverar que las campañas negativas tienen doble impacto sobre los electores. Por un lado, polarizan al electorado entre dos opciones. Por otro, constriñen la participación electoral.

El segundo es uno de los mejores libros que he tenido oportunidad de leer sobre este apasionante tópico, me refiero a In Defense of Negativity (The University of Chicago Press, 2006), del profesor de la Universidad de Vanderbilt John G. Geer, quien analiza la publicidad negativa utilizada en las campañas presidenciales norteamericanas entre 1960 y 2004, y prueba que los spots negativos enfatizan más en las características personales de los candidatos que en los temas de interés general. De acuerdo con Geer, y yo coincido, este tipo de spots contribuyen al proceso democrático, ya que ofrecen a los votantes información relevante y sustancial sobre quienes pretenden gobernarlos.

Y el tercer texto es un libro de publicación más reciente, El arte de ganar (Debate, 2010), cuyos autores son dos destacados consultores latinoamericanos, Jaime Durán Barba y Santiago Nieto, quienes hacen un repaso de cómo se ha usado el ataque en campañas electorales que han tenido un éxito destacado en la región, entre los que destaca, precisamente, la derrota de Andrés Manuel López Obrador hace 6 años.

En la más reciente elección presidencial, más allá de la campaña negativa de la que fue objeto el candidato presidencial del PRI, Enrique Peña Nieto fue victimario de sí mismo. Error tras error, un día sí y otro también, en diciembre 2011, Enrique Peña Nieto afectó su imagen de político con capacidad para gobernar, rayó su imagen impoluta de gobernante eficaz y debilitó su estilo de liderazgo. Y las encuestas publicadas así lo evidenciaron. No sólo en la intención de voto, sino en el incremento de sus negativos, incremento que refleja lo que John G. Geer advierte en su libro, a través de las campañas negativas (y peor aun cuando el propio candidato se autoinflige los golpes) aumentan las dudas entre los electores sobre la capacidad de liderazgo del candidato.

La reforma electoral aprobada en México en 2007 instaló a rango constitucional la prohibición de realizar campañas negativas en medios electrónicos. En 2012 las campañas de contraste no desaparecieron, y además de la radio y la televisión, se libraron cruentas batallas en diferentes arenas: de la electrónica pasaron a la digital y a la de tierra, y de ahí regresaron a la televisión y a la radio en forma de notas informativas a través de los noticiarios cuando éstos presentaron lo que estaba sucediendo en la Internet y en las calles.

En Estados Unidos se suele privilegiar la campaña negativa basada en evidenciar las contradicciones entre la vida pública y la vida privada de los candidatos. En ocasiones ha habido éxito. En el caso mexicano, los comicios más polarizados fueron los de hace seis años. En la elección presidencial de 2006 en México, la campaña negativa del PAN en contra del candidato de izquierda, Andrés Manuel López Obrador, se basó fundamentalmente en reforzar sus debilidades, errores y contradicciones a lo largo de su trayectoria pública, particularmente mientras fue Jefe de Gobierno del Distrito Federal. En 2012, el PAN nuevamente echó mano de la campaña negativa para disminuir las preferencias electorales del puntero en la carrera presidencial, Enrique Peña Nieto, pero ahora le resultó contraproducente. Y cuando se dio cuenta, su candidata presidencial ya estaba en tercer lugar.

   

Las campañas negativas no necesariamente son difundidas de forma abierta por los candidatos, sus equipos o los partidos, sino por grupos de interés que irrumpen en el escenario como terceros en discordia. En Estados Unidos es el caso de las PAC (Political Action Committee), cuyo mejor ejemplo de influencia en una elección se puede verificar en la carrera presidencial de 2004, cuando el “Swift Boat Veterans for Truth” mostró la debilidad de las cartas credenciales militares del entonces candidato demócrata, John Kerry. En México, un buen ejemplo es el papel que jugó el Consejo Coordinador Empresarial, una agrupación nacional de empresarios, en contra de Andrés Manuel López Obrador contratando espacio en la televisión para difundir spots que veladamente llamaban a no votar por un cambio que pusiera en riesgo la estabilidad económica lograda durante los gobiernos panistas. 

Una campaña negativa también puede revertirse a su creador cuando se equivoca en el destinatario. Por ejemplo, en 2011, en la elección para renovar la gubernatura del Estado de México, el principal partido de izquierda, el PRD, lanzó una campaña en contra del gobernador de ese estado, Enrique Peña Nieto. Lo que los perredistas pasaron por alto fueron dos factores: uno, que el gobernador era muy bien evaluado por la mayoría de la población, motivo por el cual prácticamente cualquier crítica a su gestión era repelida por su popularidad; dos, que el gobernador no estaría en la boleta electoral, sino el candidato de su partido: Eruviel Ávila Villegas. El candidato del PRI ganó la elección con una ventaja y un número de votos históricos. 

Finalmente, advertir que una campaña negativa no es el factor único por el que un candidato gana o pierde una elección. Por lo menos, yo no conozco un caso en el que así haya sido. Quien asegure, por ejemplo, que en 2006, López Obrador perdió la elección presidencial sólo por la campaña negativa del PAN en su contra, ignora u obvia que AMLO, como también se le conoce, desatendió las encuestas que le advertían que su más cercano competidor estaba a punto de alcanzarlo; que el único estratega de su campaña era él, que a nadie más escuchaba; que minimizó el efecto de no asistir al primer debate; que soslayó la fuerza de los medios de comunicación masiva; y que no quiso llegar a acuerdos políticos con actores al final contribuyeron a su derrota como lo fueron la líder del sindicato de maestros y algunos gobernadores priístas. 

Asimismo, quisiera compartir una experiencia que viví en 2010 durante la elección de gobernador de un estado al norte del país. Mi experiencia muestra que públicamente los ciudadanos rechazan las campañas negativas, argumentando que prefieren campañas de propuestas para conocer cómo pretenden gobernar los candidatos. Sin embargo, hay evidencia empírica que revela que los ciudadanos toman en cuenta la información ofrecida por las campañas negativas para definir su voto. Retomando el caso de la elección de gobernador del mismo estado en el norte del país en 2010, les comparto que a mitad de la campaña realicé investigación cualitativa, cuyos resultados arrojaron que los participantes rechazaban la campaña negativa del principal candidato opositor en contra del candidato del partido oficial. Sin embargo, cuando realicé otra ronda de focus groups después de la elección para identificar las motivaciones del voto, me encontré con que la mayoría de los participantes que aseguraban haber votado por el candidato opositor, ciudadanos volátiles, sin identificación partidista, esgrimían como argumentos para votar en contra del candidato oficial los mismos argumentos que contenía la publicidad política de la campaña negativa difundida por la coalición opositora. 

En suma, las campañas negativas son necesarias en el debate democrático, indispensables en el diseño de una campaña profesional y fundamentales como un elemento más de la constelación de factores que inciden en un triunfo electoral, pero no razón única del mismo.